COMO VER LO QUE OJO NO VE
Cómo ver lo que ojo no ve
Estoy de pie a seis pasos del borde de la cama. Mis brazos
extendidos. Manos abiertas. Sobre la cama Sara, con sus cuatro años, agachada,
adopta una pose cual gatito juguetón. Va a saltar. Pero no está lista. Estoy
demasiado cerca.
-Más atrás, papi -de pie me desafía.
Dramáticamente accedo, confesando admiración por su
valor. Luego de dar dos pasos gigantes me detengo.
-¿Más? -le pregunto.
-¡Sí! -chilla Sara, saltando sobre la cama.
Ante cada paso se ríe, aplaude y hace ademanes
pidiendo más. Cuando estoy del otro lado del cañón, cuando estoy fuera del
alcance del hombre mortal, cuando sólo soy una pequeña figura en el horizonte,
ella me detiene.
-Allí, detente allí.
-¿Estás segura?
-Estoy segura -grita ella.
Extiendo mis brazos. Una vez más ella se agacha,
luego brinca. Superman sin capa. Paracaidista sin paracaídas. Sólo su corazón
vuela más alto que su cuerpo. En ese instante de vuelo su única esperanza es su
padre. Si él resulta débil, se caerá. Si resulta cruel, se estrellará. Si
resulta olvidadizo, dará tumbos contra el duro piso.
Pero no conoce tal temor, porque a su padre sí lo
conoce. Ella confía en él. Cuatro años bajo el mismo techo le han convencido de
que es confiable. No es sobrehumano, pero es fuerte. No es santo, pero es
bueno. No es brillante, pero no es necesario que lo sea para recordar atrapar a
su hija cuando salta.
De modo que vuela.
De modo que remonta.
De modo que la atrapa y los dos se regocijan ante la
unión entre la confianza de ella y la fidelidad de él.
Estoy de pie a poca distancia de otra cama. Esta vez
nadie se ríe. La habitación tiene aspecto solemne. Una máquina bombea aire
hacia un cuerpo cansado. Un monitor mide el ritmo de los latidos de un agotado
corazón. La mujer en la cama no es ninguna niña. Una vez lo fue. Hace décadas.
Lo fue. Pero ahora no.
Al igual que Sara, debe confiar. A sólo días de
haber estado en el quirófano, acaban de informarle que deberá regresar allí. Su
débil mano aprieta la mía. Sus ojos se humedecen de temor.
A diferencia de Sara, no ve padre alguno. Pero el
Padre la ve a ella. Confía en Él, digo para bien de ambos. Confía en la
voz que susurra tu nombre. Confía en que las manos atraparán.
Estoy sentado ante una mesa enfrentado a un hombre
bueno. Bueno y asustado. Su temor tiene asidero. Las acciones han bajado. La
inflación ha subido. No es que haya malgastado ni apostado ni jugado. Ha
trabajado intensamente y ha orado con frecuencia, pero ahora tiene temor.
Debajo del traje de franela se oculta un tímido corazón.
Revuelve su café y fija en mí su vista con los ojos
de Coyote 1 que acaba de darse cuenta que ha corrido hasta más allá
del borde del precipicio. Está a punto de caer y caer rápidamente. Es Pedro
sobre el agua, que mira la tormenta en lugar del rostro. Es Pedro en medio de
las olas, que escucha el viento y no la voz.
Confía , lo animo. Pero la palabra cae como una piedra. No
está acostumbrado a algo tan extraño. Es un hombre de lógica. Aun cuando el
barrilete se remonta por detrás de las nubes sigue sosteniendo la cuerda. Pero
ahora la cuerda se ha resbalado. Y el cielo está en silencio.
Estoy de pie a poca distancia de un espejo y veo el
rostro de un hombre que fracasó… le falló a su Creador. Otra vez. Prometí que
no lo haría, pero lo hice. Me mantuve callado cuando debí haber sido denodado.
Me senté cuando debí haber adoptado una postura.
Si esta fuera la primera vez, sería diferente. Pero
no lo es. ¿Cuántas veces puede uno caer y tener la expectativa del rescate?
Confiar. ¿Por qué resulta fácil decírselo a otros y tan
difícil recordárselo uno mismo? ¿Sabe Dios qué hacer con la muerte? A la mujer
le dije que sí. ¿Sabe Dios qué hacer con la deuda? Eso fue lo que le comuniqué
al hombre. ¿Puede Dios escuchar otra confesión de estos labios?
El rostro en el espejo pregunta.
Estoy sentado a pocos pies de un hombre condenado a
muerte. Judío de nacimiento. Fabricante de carpas de oficio. Apóstol por
llamado. Sus días están contados. Tengo curiosidad por saber qué es lo que
sostiene a este hombre al aproximarse su ejecución. Así que le hago unas
preguntas.
¿Tienes familia, Pablo? Ninguna.
¿Qué tal tu salud? Mi cuerpo está golpeado y
cansado.
¿Cuáles son tus posesiones? Tengo mis pergaminos.
Mi pluma. Un manto.
¿Y tu reputación? Pues, no vale mucho. Para
algunos soy un hereje, para otros un indómito.
¿Tienes amigos? Sí, pero incluso algunos de ellos
se han echado atrás.
¿Tienes galardones? No en la tierra.
Entonces, ¿qué tienes, Pablo? Sin posesiones. Sin
familia. Criticado por algunos. Escarnecido por otros. ¿Qué tienes, Pablo? ¿Qué
cosa tienes que valga la pena?
Me reclino en silencio y espero. Pablo cierra su
puño. Lo mira. Yo lo miro. ¿Qué es lo que sostiene? ¿Qué tiene?
Extiende su mano para que la pueda ver. Al
inclinarme hacia adelante, abre su puño. Observo su palma. Está vacía.
Tengo mi fe. Es todo lo que tengo. Pero es lo único
que necesito. He guardado la fe.
Pablo se reclina contra la pared de su celda y sonríe.
Y yo me reclino contra otra pared y fijo la vista en el rostro de un hombre que
ha aprendido que la vida es más de lo que el ojo percibe.
Pues de eso se trata la fe. La fe es confiar en lo
que el ojo no puede ver.
Los ojos ven al león que acecha. La fe ve el ángel
de Daniel.
Los ojos ven tormentas. La fe ve el arco iris de
Noé.
Los ojos ven gigantes. La fe ve a Canaán.
Tus ojos ven tus faltas. Tu fe ve a tu Salvador.
Tus ojos ven tu culpa. Tu fe ve su sangre.
Tus ojos ven tu tumba. Tu fe ve una ciudad cuyo
constructor y creador es Dios.
Tus ojos miran al espejo y ven un pecador, un
fracaso, un quebrantador de promesas. Pero por fe miras al espejo y te ves como
pródigo elegantemente vestido llevando en tu dedo el anillo de la gracia y en
tu rostro el beso de tu Padre.
Pero aguarda un minuto, dice alguien. ¿Cómo sé que
esto es cierto? Linda prosa, pero quiero hechos. ¿Cómo sé que estas no son sólo
vanas esperanzas?
Parte de la respuesta puede hallarse en los saltos
de fe de Sara. Su hermana mayor, Andrea, estaba en la habitación mirando, y le
pregunté a Sara si brincaría a los brazos de Andrea. Sara se negó. Intenté
convencerla. No cedía.
-¿Por qué no? -le pregunté.
-Sólo salto a brazos grandes.
Si pensamos que los brazos son débiles, no
saltaremos.
Por eso, el Padre flexionó sus músculos. «El poder
de Dios es muy grande para los que creen», enseñaba Pablo. «Ese poder es como
la acción de su fuerza poderosa, que ejerció en Cristo cuando lo resucitó de
entre los muertos» ( Efesios 1.19–20 , NVI).
La próxima vez que te preguntes si Dios puede
rescatarte, lee ese versículo. Los mismos brazos que vencieron a la muerte son
los que te están aguardando.
La próxima vez que te preguntes si Dios te puede
perdonar, lee ese versículo. Las mismas manos que clavaron a la cruz están
abiertas para ti.
Y la próxima vez que te preguntes si sobrevivirás al
salto, piensa en Sara y en mí. Si un padre cabeza dura de carne y hueso como yo
puede atrapar a su hija, ¿no te parece que tu Padre eterno puede atraparte a
ti?
1 N. del T. El villano de los
dibujos animados del Correcaminos .
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