HÉROES OCULTOS
Héroes ocultos
Los verdaderos héroes son difíciles de identificar. No
parecen héroes. He aquí un ejemplo.
Entra conmigo a un húmedo calabozo en Judea. Atisba
a través de la pequeña ventana en la puerta. Considera el estado del hombre que
está en el piso. Acaba de inaugurar el movimiento más grande de la historia.
Sus palabras hicieron estallar una revolución que abarcará dos milenios.
Historiadores futuros lo describirán como denodado, noble y visionario.
Pero en este momento parece cualquier cosa menos
eso. Mejillas hundidas. Barba apelmazada. Confusión dibujada en su rostro. Se
inclina hacia atrás apoyándose en la fría pared, cierra sus ojos y suspira.
Juan nunca conoció la duda. Hambre, sí. Soledad, con
frecuencia. ¿Pero duda? Nunca. Sólo cruda convicción, pronunciamientos
despiadados y áspera verdad. Tal era Juan el Bautista. Convicción tan feroz
como el sol del desierto.
Hasta el momento. Ahora se ha bloqueado el sol.
Ahora su coraje mengua. Ahora vienen las nubes. Y ahora, al enfrentarse a la
muerte, no levanta un puño de victoria; sólo eleva una pregunta. Su acto final
no es una proclama de valor, sino una declaración de confusión: «Averigüen si
Jesús es o no el Hijo de Dios».
El precursor del Mesías le teme al fracaso. Averigüen
si he dicho la verdad. Averigüen si he enviado a la gente al Mesías correcto.
Averigüen si he estado en lo cierto o si he sido engañado . 1
No suena demasiado heroico, ¿verdad?
Preferiríamos que Juan muriese en paz. Preferiríamos
que el pionero alcanzase a vislumbrar la montaña. Parece ser poco justo que se
le conceda al marinero la vista de la costa. Después de todo, ¿no se le
permitió a Moisés una vista del valle? ¿No es Juan el primo de Jesús? Si alguno
merece ver el final de esa senda, ¿no es él?
Aparentemente no.
Los milagros que profetizó, nunca los vio. El reino
que anunció, nunca conoció. Y del Mesías que proclamó, ahora duda.
Juan no tiene la apariencia del profeta que sería la
transición entre la ley y la gracia. No tiene aspecto de héroe.
Los héroes rara vez parecen serlo.
¿Permites que te lleve a otra prisión para un
segundo ejemplo?
En esta ocasión la cárcel está en Roma. El hombre se
llama Pablo. Lo que hizo Juan para presentar a Cristo, lo hizo Pablo para
explicarlo. Juan despejó el camino; Pablo erigió pilares de señalización.
Al igual que Juan, Pablo dio forma a la historia. Y
al igual que Juan, Pablo habría de morir en la cárcel de un déspota. No hubo
titulares que anunciasen su ejecución. Ningún testigo registró los hechos.
Cuando el hacha golpeó el cuello de Pablo, los ojos de la sociedad no
parpadearon. Para ellos Pablo era un representante peculiar de una extraña fe.
Espía hacia adentro de la prisión y míralo tú mismo:
doblado y frágil, esposado al brazo de un guardia romano. He aquí el apóstol de
Dios. ¿Quién sabe cuándo fue la última vez que su espalda sintió una cama o su
boca degustó una buena comida? Tres décadas de viaje y dificultades, ¿y qué
sacó de todo eso?
Hay peleas en Filipo, competencia en Corinto, los
legalistas pululan en Galacia. Creta está plagada de amantes de dinero. Éfeso
está acechada por mujeriegos. Incluso algunos de los amigos de Pablo se han
puesto en su contra.
En total bancarrota. Sin familia. Sin propiedad.
Corto de vista y desgastado.
Es verdad que vivió momentos destacados. Habló una
vez con un emperador, pero no pudo convertirlo. Dio un discurso en un club de
hombres del Areópago, pero no se le volvió a pedir que hablase allí. Pasó unos
pocos días con Pedro y los muchachos en Jerusalén, pero al parecer no lograron
congeniar, así que Pablo se dedicó a recorrer los caminos.
Y nunca se detuvo. Éfeso, Tesalónica, Atenas,
Siracusa, Malta. La única lista más larga de su itinerario fue la de su mala
fortuna. Lo apedrearon en una ciudad y en otra quedó varado. Casi se ahoga
tantas veces como casi se muere de hambre. Si permanecía más de una semana en
un mismo sitio, a lo mejor se trataba de una prisión.
Nunca percibió salario. Debía costearse sus viajes.
Mantuvo un trabajo a tiempo parcial en forma paralela para cubrir sus gastos.
No parece un héroe.
Tampoco suena como uno. Se presentaba como el peor
pecador de la historia. Fue un matacristianos antes de ser un líder cristiano.
En ocasiones su corazón estaba tan apesadumbrado que su pluma cruzaba la página
arrastrándose. «¡Qué hombre tan miserable soy! ¿Quién me rescatará de este
cuerpo de muerte?» ( Romanos 7.24 , NVI).
Sólo el cielo sabe cuánto tiempo se quedó mirando la
pregunta antes de juntar el coraje necesario para desafiar a la lógica y
escribir: «¡Gracias a Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor!» ( Romanos
7.25 , NVI).
Un minuto controla la situación; al siguiente duda.
Un día predica; al siguiente está en prisión. Y es allí donde me gustaría que
lo observases. Míralo en la prisión.
Simula que no lo conoces. Eres un guardia o un
cocinero o un amigo del verdugo, y has venido para echarle un último vistazo al
tipo mientras afilan el hacha.
Lo que ves que arrastra los pies al desplazarse por
su celda no es gran cosa. Pero cuando me inclino hacia ti y te digo:
-Ese hombre determinará el curso de la historia.
Te ríes, pero sigo.
-La fama de Nerón se desvanecerá ante la luz de este
hombre.
Te das vuelta con expresión de asombro. Continúo.
-Sus iglesias morirán. ¿Pero sus pensamientos? Al
cabo de doscientos años sus pensamientos afectarán la enseñanza de cada escuela
de este continente.
Mueves la cabeza.
-¿Ves esas cartas? ¿Esas cartas garabateadas en
pergamino? Se leerán en miles de idiomas e impactarán todo credo y constitución
de importancia del futuro. Cada figura de relevancia las leerá. Las leerán
todas.
Ahí fue que reaccionaste.
-De ninguna manera. Es un hombre viejo de fe
extraña. Lo matarán y olvidarán antes de que su cabeza golpee contra el piso.
¿Quién podría estar en desacuerdo? ¿Cuál pensador
racional opinaría lo contrario?
El nombre de Pablo volaría como el polvo en el que
habrían de convertirse sus huesos.
Asimismo los de Juan. Ningún observador equilibrado
pensaría de manera diferente. Ambos eran nobles, pero pasajeros. Denodados,
pero pequeños. Radicales, pero inadvertidos. Nadie, repito, nadie, se despidió
de estos hombres pensando que sus nombres se recordarían por más de una
generación.
Sus compañeros simplemente no tenían forma de
saberlo… y tampoco nosotros.
Por eso, un héroe podría ser tu vecino sin que lo
supieses. El hombre que cambia el aceite de tu auto podría ser uno. ¿Un héroe
en ropa de trabajo? A lo mejor. Quizás al trabajar ora, pidiéndole a Dios que
le haga al corazón del conductor lo que él le hace al motor.
¿La encargada de la guardería donde deja a sus
hijos? Tal vez. Quizás sus oraciones matinales incluyen el nombre de cada niño
y el sueño de que alguno de ellos llegue a cambiar al mundo. ¿Quién sabe si
Dios no escucha?
¿La oficial del centro a cargo de los que están en
libertad condicional? Podría ser un héroe. Podría ser la que presenta un
desafío a un ex convicto para que desafíe a los jóvenes para que a su vez reten
a las pandillas.
Lo sé, lo sé. Estas personas no encajan en nuestra
imagen de un héroe. Parecen demasiado, demasiado… bueno, normales. Queremos
cuatro estrellas, títulos y titulares. Pero algo me dice que por cada héroe de
candilejas, existen docenas que están en las sombras. La prensa no les presta
atención. No atraen a multitudes. ¡Ni siquiera escriben libros!
Pero detrás de cada alud hay un copo de nieve.
Detrás de un desprendimiento de rocas hay un
guijarro.
Una explosión atómica comienza con un átomo.
Y un avivamiento puede empezar con un sermón.
La historia lo demuestra. John Egglen nunca había
predicado un sermón en su vida. Jamás.
No es que no quisiera hacerlo, sólo que nunca tuvo
la necesidad de hacerlo. Pero una mañana lo hizo. La nieve cubrió de blanco su
ciudad, Colchester, Inglaterra. Cuando se despertó esa mañana de domingo de
enero de 1850, pensó quedar en casa. ¿Quién iría a la iglesia en medio de
semejante condición climática?
Pero cambió de parecer. Después de todo era un
diácono. Y si los diáconos no iban, ¿quién lo haría? De modo que se calzó las
botas, se puso el sombrero y el sobretodo, y caminó las seis millas hasta la
iglesia metodista.
No fue el único miembro que consideró la posibilidad
de quedarse en casa. Es más, fue uno de los pocos que asistieron. Sólo había
trece personas presentes. Doce miembros y un visitante. Incluso el ministro
estaba atrapado por la nieve. Alguien sugirió que volviesen a casa. Egglen no
aceptó esa posibilidad. Habían llegado hasta allí; habría una reunión. Además,
había una visita. Un niño de trece años.
Pero, ¿quién predicaría? Egglen era el único
diácono. Le tocó a él.
Así que lo hizo. Su sermón sólo duró diez minutos.
Daba vueltas y divagaba y al hacer un esfuerzo por destacar varios puntos, no
remarcó ninguno en especial. Pero al final, un denuedo poco común se apoderó
del hombre. Levantó sus ojos y miró directo al muchacho y le presentó un
desafío: «Joven, mira a Jesús. ¡Mira! ¡Mira! ¡Mira!»
¿Produjo algún cambio ese desafío? Permitan que el
muchacho, ahora un hombre, conteste: «Sí miré, y allí mismo se disipó la nube
que estaba sobre mi corazón, las tinieblas se alejaron y en ese momento vi el
sol».
¿El nombre del muchacho? Charles Haddon Spurgeon. El
príncipe de predicadores de Inglaterra.
¿Supo Egglen lo que hizo? No.
¿Saben los héroes cuando realizan actos heroicos?
Pocas veces.
¿Los momentos históricos se reconocen como tales
cuando suceden?
Ya sabes la respuesta a esa pregunta. (Si no, una
visita al pesebre te refrescará la memoria.) Rara vez vemos a la historia
cuando se genera y casi nunca reconocemos a los héroes. Y mejor así, pues si
estuviésemos enterados de alguno de los dos, es probable que arruinaríamos a
ambos.
Pero sería bueno que mantuviésemos los ojos
abiertos. Es posible que el Spurgeon de mañana esté cortando tu césped. Y el
héroe que lo inspira podría estar más cerca de lo que te imaginas.
Podría estar en tu espejo.
Comentarios
Publicar un comentario