LAS PREGUNTAS DE GABRIEL
Las preguntas de
Gabriel
Gabriel debe haberse rascado la cabeza ante esta situación. No
era dado a cuestionar las misiones que le Dios le asignaba. El envío de fuego y
la división de las aguas formaban parte de una eternidad de trabajo de este
ángel. Cuando Dios enviaba, Gabriel iba.
Y cuando se corrió la voz de que Dios se convertiría
en hombre, Gabriel estaba entusiasmado. Podía imaginarse el momento:
El Mesías
en una carroza de fuego.
El Rey
descendiendo en una nube de fuego.
Una
explosión de luz de la cual surgiría el Mesías.
Eso era lo que esperaba. Lo que nunca esperó, sin
embargo, es lo que recibió: un papelito con una dirección nazarena. «Dios se
hará bebé», decía. «Dile a la madre que llame al niño Jesús. Y dile que no
tenga temor».
Gabriel nunca era dado a cuestionar, pero esta vez
sí se preguntaba.
¿Dios se hará bebé? Gabriel había visto bebés con
anterioridad. Había sido líder de pelotón en la operación junco. Recordaba el
aspecto del pequeño Moisés.
Eso está bien para humanos , pensó para sí. ¿Pero Dios?
Los cielos no lo pueden contener; ¿cómo podría
hacerlo un cuerpo? Además, ¿has visto lo que sale de esos bebés? Realmente no
le corresponde eso al Creador del universo. Los bebés deben cargarse y
alimentarse, mecerse y bañarse. Imaginarse a alguna madre haciendo eructar a
Dios sobre su hombro… vaya, eso sobrepasaba incluso lo que un ángel pudiese
imaginar.
Y qué de su nombre… cómo era… ¿Jesús? Un
nombre tan común. Hay un Jesús en cada barrio. Vaya, incluso el nombre Gabriel
tiene más fuerza que Jesús. Llama al bebé Eminencia , o Majestad
o Envío Celestial . Cualquier cosa menos Jesús.
Y así Gabriel se rascaba la cabeza. ¿Dónde se fueron
los viejos tiempos? Los de Sodoma y Gomorra. La inundación del globo terráqueo.
Espadas ardientes. Esa acción era la que le agradaba.
Pero Gabriel había recibido sus órdenes. Llévale el
mensaje a María. Debe ser una muchacha especial , suponía mientras
viajaba. Pero a Gabriel le esperaba una nueva sorpresa. Una mirada le bastó
para saber que María no era una reina. La que sería madre de Dios no era de la
realeza. Era una campesina judía que apenas había superado su acné y estaba
enamorada de un muchacho llamado Pepe.
Y hablando de Pepe… ¿qué sabe este tipo? Da lo mismo
que sea un tejedor en España o un zapatero en Grecia. Es un carpintero. Míralo,
aserrín en su barba y un delantal para clavos atado en la cintura. ¡No me digas
que Dios habrá de cenar todas las noches con él! ¡No me digas que la fuente de
toda sabiduría llamará «papá» a este tipo! ¡No me digas que un obrero común
será el encargado de alimentar a Dios!
¿Y si lo despiden?
¿Y si se pone fastidioso?
¿Qué pasa si decide abandonar a su familia por una
bonita joven que vive en la misma calle? ¿Entonces dónde estaremos?
A duras penas podía Gabriel evitar echarse para
atrás. «Esta idea que tienes sí que resulta peculiar, Dios», debe haber
murmurado para sí.
¿Harán tales cavilaciones los guardianes de Dios?
¿Y nosotros? ¿Nos asombra aún la venida de Dios?
¿Nos sigue anonadando el evento? ¿La Navidad sigue causándonos el mismo mudo
asombro que provocó dos mil años atrás?
Últimamente he estado formulando esa pregunta… a mí
mismo. Al escribir, sólo faltan unos días para la Navidad y acaba de suceder
algo que me inquieta porque el trajín de las fiestas puede estar eclipsando el
propósito de las mismas.
Vi un pesebre en un centro de compras. Corrección. Apenas
vi un pesebre en un centro de compras. Casi no lo vi. Estaba apurado. Visitas
que llegan. Papá Noel que hace su aparición. Sermones que preparar. Cultos que
planificar. Regalos que comprar.
La presión de las cosas era tan grande que casi se
ignoraba la escena del pesebre de Cristo. Casi la pasé por alto. Y de no haber
sido por el niño con su padre, lo habría hecho.
Pero de reojo, los vi. El pequeño niño, tres, tal
vez cuatro años de edad, de pantalón vaquero con zapatillas y con la vista fija
en el niño del pesebre. El padre, con gorra de béisbol y ropa de trabajo,
mirando por encima del hombro del hijo, señalaba primero a José, luego a María
y por último al bebé. Le relataba al pequeñito la historia.
Y qué brillo había en los ojos del niño. El asombro
dibujado en su rostro. No hablaba. Sólo escuchaba. Y no me moví. Sólo observé.
¿Qué preguntas llenaban la cabeza del muchachito? ¿Habrán sido como las de
Gabriel? ¿Qué cosa habrá encendido el asombro en su rostro? ¿Era la magia?
¿Y por qué será que de unos cien hijos de Dios,
aproximadamente, sólo dos se detuvieron para considerar a su hijo? ¿Qué cosa es
este demonio de diciembre que nos roba los ojos e inmoviliza las lenguas? ¿No
es esta la temporada para hacer una pausa y plantear las preguntas de Gabriel?
La tragedia no es que no las pueda contestar, sino
que estoy demasiado ocupado para formularlas.
Sólo el cielo sabe cuánto tiempo revoloteó Gabriel
sobre María sin ser visto antes de respirar profundamente y comunicar la
noticia. Pero lo hizo. Le dijo el nombre. Le comunicó el plan. Le dijo que no
temiera. Y cuando anunció: «¡Para Dios nada es imposible!», lo dijo tanto para
sí como para ella.
Pues aunque no podía responder a las preguntas,
sabía quién podía hacerlo, y eso le bastaba. Y aunque no podamos obtener
respuesta para todas, tomarse el tiempo necesario para formular algunas sería
un buen comienzo.
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