PARTE LA HISTORIA DE LA IGLESIA




PERSECUCIÓN EN LAS PRIMITIVAS IGLESIAS DE ASIA MENOR
Estamos familiarizados por la lectura del Nuevo Testamento con el origen de las iglesias, casi todas fundadas por san Pablo en las grandes ciudades del Asia Menor, y con los nombres de las siete iglesias mencionadas en los tres primeros capítulos del Apocalipsis, en mensajes que el mismo Señor envió por medio del apóstol Juan desde su destierro en la isla de Patmos, a fines del siglo I. Ello enardece nuestra curiosidad para saber qué ocurrió en tales comunidades cristianas, y cómo se cumplieron las cosas que el Señor reveló acerca de ellas. Es necesario aquí tener presente que aun cuando dichas iglesias han sido consideradas por muchos comentadores como símbolo de diversos períodos en la historia de la Iglesia Universal, las cartas fueron enviadas, en primer término, a iglesias reales que existían en los días de Juan y por varios siglos después.
¿Qué les ocurrió, pues, a tales iglesias? ¿Cómo testificaron del Señor sus principales héroes y mártires?
Policarpo
Sin duda alguna el ángel de la iglesia de Smirna, cuando Juan escribió dicho libro profético, era el pastor conocido en la historia con el nombre de Policarpo. Todas las noticias que nos han llegado de él, coinciden con un fiel ministro del Evangelio, campeón de la más pura tradición apostólica. El joven Ireneo le oyó referir sus conversaciones con el apóstol Juan. Tenemos de él parte de una carta que escribió a la iglesia de Filipos, la cual muestra interesantes detalles de la vida de las iglesias primitivas. Es una advertencia contra la herejía y un testimonio en favor del Nuevo Testamento, ya que incluye citas de trece de los libros apostólicos. Policarpo visitó Roma en el año 155 donde convirtió a la fe genuina de Jesucristo a herejes valentinianos y marcionistas y disputó con el propio Marción. No mucho después del paso de Ignacio por la ciudad de Smirna se desencadenó una gran persecución contra los cristianos en toda Asia Menor. Esto es lo que Juan había profetizado en los tres primeros capítulos del Apocalipsis. Se ha conservado un precioso documento que es una carta escrita por la iglesia de Smirna a la iglesia de Filomernia en Frigia, en la cual se relatan los tormentos que sufrían los cristianos y el entusiasmo y valor demostrado por los mártires. Cuenta esta carta de un creyente llamado Germánico, quien una vez arrojado a las fieras, en vez de temblar ante ellas las excitaba. La multitud se maravillaba del valor de los cristianos, sin que por eso los mirara con más simpatía, antes al contrario, el valor de Germánico excitó de tal manera a la muchedumbre que empezaron a gritar: «¡Matad a los ateos que traigan también a su jefe, Policarpo!» Al principio, Policarpo, se había propuesto no salir de la ciudad; pero cediendo a las instancias de sus amigos salió por fin a una casa de campo, donde perseveraba en oración. Tres días antes de ser preso tuvo una visión: «La almohada donde apoyaba su cabeza la vio rodeada de llamas. “Voy a ser quemado por Jesucristo”— dijo proféticamente a los que se encontraban en su compañía». Uno de sus criados que había sido preso no pudiendo soportar la tortura denunció dónde se hallaba Policarpo, quien avisado oportunamente desdeñó la ocasión que se le ofrecía de huir a otro lugar, contestando a los que se lo suplicaban: «¡Cúmplase la voluntad de Dios!» Cuando le avisaron la llegada de sus perseguidores, bajó de la cámara alta, y ordenó que se les diera de comer, al par que suplicaba a sus enemigos, que le concedieran un momento para consagrarse a la oración. En sus ruegos, acordase de todas las personas que había conocido, grandes y pequeños; dignos e indignos, y oro por la Iglesia esparcida por todo el mundo. Así permaneció durante más de dos horas, con tal unción, que los que habían ido a prenderle, lamentábanse de la suerte de un hombre tan piadoso y tan venerable. Después fue llevado a la ciudad, montado en un borrico. Antes de llegar a ella, encontraron al primer magistrado que iba acompañado de su padre, y haciéndole subir a su carruaje, procuraron hacerle vacilar en su fe. Se daba la casualidad —dicen los autores de la crónica— que el primer magistrado de la ciudad tenía el mismo nombre que el que intervino en el juicio del Señor de la gloria, pues se llamaba Herodes, y su propio padre Nicetas. —Vamos —le decían—, ¿qué mal puede venirte si te decides a sacrificar, pronunciando sencillamente estas palabras: Señor César? A pesar de aquella insistencia. Policarpo permaneció silencioso, hasta que a los ruegos de sus acompañantes replicó:
—Nunca seguiré vuestro consejo. Ellos enojados, le injuriaron y le arrojaron del carro con tanta violencia, que se produjo una dislocación en un pie. Impasible ante el mal que le aquejaba, hostigó a su cabalgadura, para llegar cuanto antes a la ciudad. Ya en el cisco, miró resignado a aquella multitud que lo llenaba, ávida de la sangre del varón ferviente. Mientras entraba, añade la carta: «Oyóse una voz del cielo que decía:
“¡Esfuérzate Policarpo, ten valor!”», al tiempo que la muchedumbre daba gritos ensordecedores al verlo en la pista. Conducido a la presencia del procónsul, pregúntale éste:
—¿Eres tú Policarpo? —Sí —contéstele. —¡Pues jura por la fortuna de César: arrepiéntete; y di, que los ateos sean cercenados de este mundo! Policarpo, volviéndose gravemente hacia la multitud que le rodeaba, y señalándola con la mano, mirando al cielo, gimió diciendo:
—Sí, ¡que los ateos sean cercenados de este mundo! —Jura por la fortuna de César, —añadió el procónsul—. ¡Maldice a Cristo y te devuelvo la libertad! —Hace ochenta y seis años que le sirvo y no me hizo ningún daño, ¿cómo podré maldecir a mi Rey y Salvador?… Ya que parecéis ignorar quién soy, os diré con franqueza que soy cristiano. Si queréis saber en qué consiste ser cristiano, indicadme al día, y yo os lo diré. —Dirigíos al pueblo. —Yo he aprendido a honrar a los poderes establecidos por Dios, motivo que me obliga a responderos; en cuanto al pueblo, no lo considero digno de que oiga mi defensa.—Tenemos fieras a las que os echaré si no os arrepentís. —Haced lo que queráis; no es posible abandonar el bien para abrazar el mal. —Ya que no teméis a las fieras, seréis quemado vivo, si no os arrepentís. —El fuego a que me condenáis llamea un instante: después se extingue, y es reciso saber que hay otro fuego que no se extinguirá nunca, reservado en el último juicio para los impíos. ¿Qué esperáis? Realizad en mí vuestros propósitos. El procónsul ordenó, desde luego, que un heraldo lo condujera en medio del circo, y anunciara por tres veces que Policarpo había confsado que era cristiano. Furiosa la muchedumbre, daba gritos, diciendo: —¡Este es el doctor del Asia, el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses! Seguidamente llamaron al asiarca (el presidente de los juegos), pidiéndole que lanzara un león a Policarpo. El asiarca negóse a ello, alegando que había concluido la temporada de los juegos. Entonces todo el pueblo dio voces, diciendo: —¡Quemadle! ¡Quemadle! La multitud arrojóse a la calle, buscando las tiendas donde vendieran maderas, y en los baños, haces de leña. Los judíos se mostraron los más ardientes: la hoguera quedó formada en pocos instantes. Policarpo se quitó los vestidos y desabrochó su cinto, y como quisieran sujetarle con clavos al madero: —¡Dejadme! —les dijo—, que Aquel que me da fuerzas para resistir el fuego, me las  dará también para que inmóvil me consuma la hoguera. Entonces le ataron con sogas, y Policarpo dirigiendo la mirada al cielo dijo: «Señor, Dios Todopoderoso, Padre de Jesucristo, tu Hijo amado y bendito, por quien hemos recibido la ventura de conocerte. ¡Te doy gracias porque me has juzgado digno de este día y de esta hora, contándome entre el número de tus mártires, y haciendo que participe con ellos del cáliz de Jesucristo, para resucitar alma y cuerpo a la vida eterna y gozar de la incorruptibilidad por su Santo Espíritu! ¡Pueda yo ser recibido hoy en medio de tus elegidos como víctima agradable! ¡Oh, Dios verdadero y fiel! Como lo habías preparado y manifestado de antemano, así lo has cumplido! Yo te alabo ¡oh, Dios! Por todas estas cosas; te bendigo, te glorifico al par que a Jesucristo, tu eterno Hijo, divino y amado, al cual, como a Ti y al Espíritu Santo, ¡sea la gloria desde ahora y para siempre! »
Encendida la hoguera, se levantó una gigantesca llamarada que formó alrededor del cuerpo del mártir, como una bóveda parecida a la vela hinchada de un buque, semejando oro o plata que brilla en el crisol, al mismo tiempo que el cuerpo de aquel sufrido mártir desprendía un olor suave a incienso mezclado con perfumes deliciosos. Uno de los verdugos, viendo que el fuego no llegaba a él, se acercó y le atravesó con una espada. De la herida manaba sangre, con tal abundancia, que casi apagó el fuego. Los cristianos querían recoger sus huesos medio calcinados, pero los paganos rogaron al Procónsul que no lo permitiera. «Tal vez —decían— olviden al Crucificado para adorar a Policarpo». ¡Como si fuera posible —añaden los autores de la carta— abandonar a Cristo, que sufrió por la redención del mundo entero, para adorar a otro. Nosotros adoramos a Cristo; en cuanto a los mártires, solamente los rodeamos de nuestro respetuoso amor, porque han sido los imitadores del Salvador y de sus discípulos». Los fieles recogieron sus calcinados huesos, de más valor para ellos, que la alhajas más preciosas y que el oro más puro. «Los colocamos —añade la carta— en sitio a donde podamos llegar, si Dios lo permite, y celebrar con alegría el aniversario de su martirio». De Policarpo ha quedado su Epístola a los Filipenses, en la cual habla del apóstol Pablo. «Cuando estaba entre vosotros, les dice, os enseñaba, fiel y constantemente, la palabra de verdad; cuando estuve lejos de vosotros os escribí una carta; si queréis edificaros en la fe, la esperanza y la caridad, estudiadla con cuidado». Su Epístola se compone, casi enteramente, de citas bíblicas y referencias a pasajes de Pablo. Añadamos que Policarpo no escribió sólo en su nombre, sino también en el de los presbíteros y ancianos que estaban con él. Debido a su larga vida, Policarpo es en alguna manera, el lazo que une la época apostólica con el siglo II. Uno de sus discípulos, Ireneo, obispo de Sión, vivía aún en el año 202. En una carta escrita al final de su vida, donde cuenta los recuerdos de su infancia (más frescos a su memoria que muchos sucesos más recientes, según dice), Ireneo da de su reverenciado maestro, los detalles siguientes: «Yo podría indicar el sitio donde el bienaventurado Policarpo tenía la costumbre de sentarse para hablar…; me acuerdo de su humor, de sus ademanes, de su talle. Podría repetir sus discursos, y ordinariamente lo que contaba de sus relaciones familiares con Juan, y con otros que habían conocido al Señor; de qué modo repetía sus discursos, y hablaba de los milagros de Cristo y su doctrina, como se lo habían visto. Todo lo que nos decía de estas cosas, estaba de acuerdo con lo que leemos en las Escrituras. Por la gracia de Dios, he escuchado con mucha atención, anotando cada detalle, no en el papel, sino en mi propio corazón, con lo que refresco a menudo el recuerdo de mi juventud».  »Vino, pues, aquel gran varón camino del suplicio para servir de ejemplo a los cristianos y de placer a los sacrílegos. No vacilaba su paso ni le temblaban las rodillas, ni se entumecían sus miembros, como suele suceder a los que caminan a la muerte. No se turbaba su mente al ver llevar el mal ni retardaba su marcha con vacilantes pasos. Llegado al estadio, antes de que el secretario de sesiones le diera la orden, él mismo se quitó sus vestidos y colocó sus miembros en el poste para que fueran atravesados por gruesos clavos. Al verle clavado el pueblo gritó: »—¡cambia de sentir Pionio, y te quitarán los clavos, como prometas hacer lo que se te manda!
»Entonces él dijo: »—Ya siento sus heridas y me doy cuenta de que estoy clavado, pero la causa principal que me lleva a la muerte es que quiero que todo el pueblo entienda que hay una resurrección después de la muerte.
»Después de esto levantaron los troncos en que estaban clavados Pionio y el presbítero Metrodoro… pegaron fuego a la: pira y echándole leña cobró fuerza la llama, crepitando devastadora por entre los ardientes troncos y Pionio con los ojos cerrados y tácita oración pedía a su Dios el último descanso. No mucho después abriendo los ojos miró con risueño rostro y diciendo, amén, encomendó su espíritu a Aquel que había de recompensarle con el premio debido».
Adecuada defensa y rasgo generoso de un monstruo
Tenemos un Acta que es una de las piezas más curiosas de la historia de las persecuciones, y se refiere también a las iglesias del Asia Menor. Acacio obispo de Antioquía de Pisidia (véase Hechos 13:14), es llevado ante el tribunal del cónsul Marciano. Se traba entre el juez y el acusado una vivísima disputa, y el juez sin dar sentencia ni someter a tormento al obispo, transmite las actas del proceso el propio emperador Decio. Quisiéramos trasladar el Acta entera, pero como se trata de un largo interrogatorio nos ceñiremos a lo más interesante: «Después que Acadio les hubo hablado en altos términos acerca del Dios creador de todas las cosas, Marciano respondió: »—¿Qué vanas filosofías te sorbieron el seso? Desprecia lo invisible y reconoce a los dioses que tienes delante de los ojos. »—¿Y quiénes son éstos a quienes me mandas sacrificar? —replicó Marciano. »—A Apolo, salvador nuestro,  l que aparta el hambre y la peste, y por el que todo el mundo ni lo q se salva y rige.
»ACACIO: ¿A ese que vosotros tenéis por intérprete de lo futuro? Buen adivino, cuando corriendo el infeliz abrasado de amor por una muchachuela no sabía que iba a perder su presa deseadísima. Co ue se vio patente que ni era divino ni era dios el que se dejó burlar por una muchacha. Y no fue esta su única desgracia, pues la fortuna le alcanzó muy pronto con golpe más cruel, llevado por su torpe amor a los jóvenes, prendado de la hermosura de cierto Jacinto, como bien sabéis, mató de un tiro de disco a quien más deseaba que viviese. ¿A este que con Neptuno estuvo un tiempo a jornal, y que guardó ajenos rebaños, a ese me mandas que sacrifique? ¿Acaso a Esculapio fulminado, o a Venus la adúltera, o a los demás monstruos de esta vida, o de esta ruina? ¿Voy, pues, a adorar a los que me desdeña imitar; a los que acuso, a los que me inspiran horror? Si alguien cometiera sus hazañas, no escaparía a la severidad de vuestras leyes, y ¿vosotros adoráis en unos lo que castigáis en otros?
»MARCIANO: ¡O sacrificas o mueres!
»ACACIO: Tu intimación se asemeja a la que dirigen los bandidos en Dalmatia, a sus asaltados. El derecho público castiga al fornicario, al adúltero, al ladrón, al corrompedor del sexo viril, al maléfico y al homicida; si de alguno de estos crímenes fuera reo, antes que tú pronunciaras la sentencia me condenaría yo a mí mismo; más si por dar culto a Dios verdadero se me condena al suplicio, ya no es la ley sino el arbitrio del juez el que me condena. Entonces oye lo que está escrito: «Del modo que uno juzgue será juzgado », y otra vez: «Como tú hagas se hará contigo».
»MARCIANO: A mí no se me ha enviado a juzgar, sino a obligar; por tanto, si desprecias mi intimación puedes estar cierto del castigo.
»ACACIO: Pues a mí también se me ha dado mandamiento de no negar jamás a mi Dios. Si tú sirves y obedeces a un hombre perecedero y de carne, que muy pronto habrá de salir de este mundo, y que apenas muera sabes que será pasto de los gusanos ¿cuánto más debo yo obedecer a un Dios poderosísimo por cuyo poder fue creado cuanto por los siglos está firme y por quien ha sido dicho: «El que me negare delante de los hombres yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos, cuando venga en su gloria a juzgar a vivos y:a muertos».
»Después de otro discurso sobre la persona de Jesucristo como el Hijo de Dios, terminó Acacio diciendo:
»—Ahora ya, haz lo que te plazca.
»MARCIANO: Lo que me place es que irás a la cárcel hasta que el emperador conozca las actas de tu proceso, y según se decida se ;hará contigo. »El emperador Decio recibió las actas completas y admirando una disputa de tan agudas respuestas no pudo contener una sonrisa y, sin pérdida de tiempo confió a Marciano la prefectura de Panphilia y perdonó a Acacio.
»Sucedió esto siendo cónsul Marciano, bajo el emperador Decio, cuatro días antes de las calendas de abril, 29 de marzo».
Máximo de Asia Menor
No tuvo tanta suerte, humanamente hablando, otro cristiano célebre de una ciudad de Asia Menor que no citan las Actas (probablemente Efeso). De ellas copiamos:
«Por aquel tiempo Máximo, siervo de Dios y varón santo, se declaró espontáneamente cristiano. Máximo era un hombre del pueblo que llevaba su negocio. Prendido, pues, ante su propia declaración, fue presentado ante el procónsul Optimo, en Asia.
»PROCÓNSUL: ¿Cómo te llamas?
»MÁXIMO: Me llamo Máximo.
»PROCÓNSUL: ¿De qué condición eres, Máximo?
»MÁXIMO: Libre de nacimiento pero esclavo de Jesucristo.
»PROCÓNSUL: ¿Qué oficio tienes?
»MÁXIMO: Yo soy un hombre del pueblo que vivo de mi negocio.
»PROCÓNSUL: ¿Eres cristiano?
»MÁXIMO: Aunque pecador, soy cristiano.
»PROCÓNSUL: ¿No te has enterado de los edictos de nuestros excelentísimos príncipes que recientemente han sido promulgados?
»MÁXIMO: Sí, he sabido la inicua sentencia pronunciada por el emperador desde hace mucho, y por eso justamente me he manifestado públicamente cristiano. »Entonces dio orden, el procónsul, que se le azotara con varas, y mientras se le azotaba, le decía:
»PROCÓNSUL: Sacrifica para verte libre de estos tormentos.
»MÁXIMO: No son tormentos, sino unciones estos que se sufren por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, pues si me apartara de los mandamientos de mi Señor, que conozco por el Evangelio, entonces sí que me esperan tormentos verdaderos y eternos.
»Entonces el procónsul dio sentencia contra él diciendo:
»PROCÓNSUL: Al que no ha querido dar asentimiento a las sagradas leyes que le ordenaban sacrificar a la magna diosa Diana, para terror de los otros cristianos, la divina clemencia del emperador manda que sea apedreado. »y de este modo fue arrebatado el atleta de Cristo por los ministros del diablo, mientras él daba gracias a Dios el padre por Jesucristo, hijo suyo, que le consideró digno de vencer al diablo. Y llevado fuera de las murallas rindió, apedreado, su espíritu.
»Padeció el siervo de Dios, Máximo, en la provincia de Asia el segundo día de los idus de mayo (14 de mayo) bajo el emperador Decio y el procónsul Optimo; reinando el Señor Jesucristo, a quien es la gloria por los siglos de los siglos.

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